Los bufones medievales
Bufón bañándose con mujeres, grabado (1541) - Wikimedia Commons
Un complejo personaje de otros tiempos, rico en humanidad y matices:
cómico pero trágico a la vez, artista querido u odiado según el caso.
La bufonería no es un fenómeno exclusivo de la Edad Media. Huellas de su existencia se
constatan en tiempos y culturas tan dispares como la China imperial, el Japón shogun, o la Antigüedad grecorromana.
Antecedentes del bufón
Es sabido que Bleda, el hermano de Atila, el "Azote de Dios", iba
siempre acompañado de un bufón llamado Zerco. Igualmente, muchas obras de
autores clásicos como Marcial o Séneca
incluyen citas sobre bufones que demuestran su extensión en la
sociedad romana. La Grecia antigua contó incluso con una
especie de "patrón" de los bufones: el dios Momo.
Personificación de la risa, la burla, la sátira, Momo es
habitualmente representado como un arlequín enmascarado, con un palitroque
rematado con una cabeza de muñeco burlón, símbolo de la locura -aspecto que evoca, claramente, la
imagen preconcebida de los bufones posteriores, medievales-, sus apariciones en
los mitos son escasas aunque destacables, por ejemplo como árbitro en ciertas
disputas entre Atenea, Hades y Hefestos. En sí mismo,
Momo sintetiza a la perfección el carácter general del bufón, como concepto.
Un cómico medieval
La imagen estereotipada del bufón como un clown típico del Medievo, personaje
caricaturesco, normalmente feo, deforme o enano, dedicado a la siempre compleja
profesión de divertir con sus juegos, acrobacias y chistes,
o con su físico -que, por extraño, era objeto de burla-, a su auditorio, los
señores feudales y sus cortes, sigue siendo un lugar común. Símbolo de toda una
época, la medieval, por más que se sepa que los hubo antes y después (como
profesión, perduró en Francia hasta el siglo XVIII, y en
Alemania hasta el XIX).
El bufón, cómico o payaso,
no debe confundirse con el juglar, si bien pueda parecer que, durante algún
tiempo, ambos personajes compartían un modus vivendi similar.
Especialmente, el término juglar (o trovador) será utilizado
durante la Baja Edad Media para definir estrictamente a los cantores del
llamado amor cortés; poetas itinerantes
que acompañaban sus largas narraciones épicas (cantares de gesta), con la música de un
laúd, cítara o lira, y de vida nómada, pues se ganaban la vida deambulando de castillo en castillo, de plaza en plaza.
Los bufones, en cambio, solían ser más sedentarios, establecidos en la
casa de un señor concreto. Era habitual que cada castillo contara con su propio
bufón "de corte", encargado del divertimento de sus amos e invitados,
buscando crear un ambiente lúdico o despertar la risa en su público.
Su trabajo no consistía tanto en transmitir un saber acumulado o
noticias de lugares lejanos, en forma de relatos épicos -caso del juglar- sino más bien amenizar la velada,
entretener, divertir en un amplio sentido, usando todo tipo de recursos:
cabriolas, malabarismos, chistes, ironías, burlas -a veces, incluso de los
presentes en sus actuaciones-, opiniones graciosas,...
Esto no implicaba que juglares y bufones no emplearan técnicas similares
para atraer la atención o el interés sobre sí mismos. Así, no era raro que los
trovadores ejecutaran durante sus recitales sorprendentes piruetas, o introdujeran
anécdotas humorísticas, destinadas a aligerar el
peso quizás excesivamente trágico de sus argumentos principales.
A la inversa, los bufones no dudaban en añadir a su repertorio
cancioncillas o poemas, ocasionalmente acompañados por el son de instrumentos musicales pero, en su caso,
su habilidad musical no era tan absolutamente indispensable como entre los
trovadores.
Del bufón no se esperaba a priori habilidad en el canto o la rima, cosa que sí al juglar. Si
gozaba de tales cualidades, mejor; pero en caso contrario, incluso podía
resultar más divertido verlo entonar desafinadamente, potenciando el sentido
del absurdo.
Esta diferenciación entre bufón y juglar era bastante más importante de
lo que podría parecer en principio, pues en ciertos momentos llegó a suponer
para uno y otro un elemento de aprobación o reprobación social: cuando Rodolfo
de Habsburgo ordenó desterrar a todos los juglares de su corte, su mandato no
afectó a su bufón Capadoxo, por lo demás queridísimo por el Emperador.
Bufones cortesanos
El bufón de la corte daba, con su mera presencia y sus actuaciones una
nota de colorido, humanidad y alegría a la atmósfera generalmente seria y fría
del palacio señorial. Gracias a él, el rígido protocolo se
relajaba, las inquietudes del señor o sus allegados desaparecían, o al menos se
difuminaban momentáneamente. No había fiesta o banquete que no contara con su
bufón, tan indispensable como el vino.
Algunos bufones, especialmente afortunados, gozaron de una alta estima
por parte de sus señores, llegando a obtener incluso títulos nobiliarios como
hidalgos (como en la corte de Felipe IV; famosos son los bufones enanos
retratados por Velázquez), o a servir como consejeros de
nobles y reyes. Por tanto, participaban activamente en la vida de su tiempo, no
solo en la social (fiestas), sino también en la política, interviniendo
eventualmente en conspiraciones o arbitrando en disputas caballerescas.
Esto era algo natural, pues de la boca del bufón solían salir, en forma
de ingeniosos chistes o sutiles críticas, aplastantes verdades que, nadie
excepto él, era capaz de pronunciar, en medio de un ambiente cortesano plagado
de farsantes y aduladores. Esta cualidad, en sí, explica también el afecto que
podían sentir los amos hacia sus bufones.
Pero el rol del bufón, situado en un plano liminar entre la sociedad
real y otra sociedad más ligada al mundo de los locos o los llamados tontos sabios, lo que les confería
amplios márgenes de libertad que nadie más disfrutaba, debían igualmente tener
mucho cuidado en sus actos.
Pues lo mismo que decían verdades incómodas camufladas bajo un chiste o ironía, herían sensibilidades y lanzaban
afrentas; aconsejaban a sus amos, pero también se burlaban de ellos a veces. Y
reírse descaradamente del poder, en un mal momento, podía acarrear desgracias.
Teóricamente, el bufón podía decir lo que quisiera, pues dada su
comicidad, se le perdonaba implícitamente todo; pero, una vez desaparecido su
protector, o si éste encajaba mal una broma, sobrevenía la calamidad. Célebre
es el caso del bufón de Margarita de Navarra, quien, tras vivir
largos años de prosperidad junto a su querida princesa, murió triste y mísero,
cuando ésta murió.
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